Zain, un puerto pesquero rodeado de montañas que toman su nombre, es una región fría donde conviven diferentes personajes sin relación aparente. En Sonidos de Zain podrás sumergirte en las vidas de los habitantes de esta tierra, siguiendo a los personajes que más te apasionen. Crea con nosotras tu propia novela.

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miércoles, 6 de octubre de 2010

La Dama Blanca

Leah se colocó aquella estúpida falda del uniforme al levantarse, cargó su mochila con todos los libros de texto sobre su hombro y salió de la clase sin hablar con nadie, como todos los días. Tomó el pequeño camino de tierra que atravesaba el césped donde muchos grupos de estudiantes estaban sentados, charlando, fumando y riendo. Respiró algo más tranquila cuando se alejó de la gente, aunque no disminuyó el paso. Tenía prisa...

Ella era para muchos una chica sin nombre, una chica sin rostro. Una chica de simples ojos marrones, ni rubia ni morena. Sin labios carnosos ni pómulos marcados. Sin un cuerpo llamativo y de sonrisa invisible. Alguien fácil de olvidar, alguien fácil de evitar.
Las chicas solían estar muy ocupadas en mantener siempre su aspecto perfecto como para pararse a hablar con ella, y los chicos simplemente no la veían cuando pasa a su lado, presos de las redes de las otras chicas. Pero a Leah no le importaba en absoluto aquella situación. Sus verdaderos amigos no se guiaban por apariencias.

Corrió cuando vio el autobús a lo lejos y consiguió cogerlo en último momento. Se tiró contra uno de los asientos de la parte posterior y se quedó mirando por la ventanilla todo el trayecto.
La universidad se encontraba en una zona muy cuidada donde los árboles daban sombra en las aceras. Leah y su hermano mayor, Jaac, vivían en una pequeña casa a las afueras de la ciudad. Su madre pagaba el alquiler todos los meses. Era la única noticia que tenían de ella ahora que viajaba siguiendo las exigencias del trabajo de su nuevo marido. Cuando conoció a aquel tipo coincidió con la expulsión de Jaac de su antigua universidad y con el cumpleaños de Leah, por lo que los mandó a ambos a Zain a estudiar, Jaac, arquitectura, y ella fisioterapia. Leah recordaba todos los días a su padre con tristeza, reviviendo como habían sido las cosas antes de que él muriera. Jaac no había podido soportar la idea de ver a su madre cayendo en manos de cualquier sinvergüenza, justo después de ver morir a su padre, por lo que había caído en la droga. Su madre ni siquiera se había enterado de aquello y Leah solo podía ver como sus intentos por ayudar a su hermano fracasaban. Él siempre terminaba cayendo de nuevo y hacía mucho que no conseguía separarse de la heroína.
Leah parpadeó para evitar que las lágrimas salieran de sus ojos y se bajó del autobús cargando de nuevo con la pesada mochila. Cruzó deprisa las calles y abrió con las llaves la puerta. Hoy se había enterado de que su hermano la había mentido y que llevaba sin ir a clase dos días. Tiró la mochila al suelo y subió las escaleras de dos en dos. Desde la puerta cerrada del cuarto de Jaac solo se escuchaba la música a todo volumen.
-¡¡Jaac!! -gritó ella por encima del ruido, golpeando la puerta con los nudillos. No obtuvo respuesta -¡Jaac, abre la puerta!
-...
-¡Vamos, no seas idiota! ¡Ábreme!
-...
Leah golpeó la puerta hasta hacerse daño en la mano. Se giró, impaciente, y corrió hacia su cuarto en busca de una tarjeta. Había aprendido a abrir el pestillo del cuarto de su hermano.
Volvió a toda prisa y forzó la vieja puerta forrada con pósters y entró en el cuarto. La persiana estaba bajada y la ventana cerrada, la ropa desdoblada en la cama...
Jaac estaba inconsciente en el suelo.
-¡Jaac!
Leah corrió hacia él y le tomó el pulso, asustada. Comprobó que tan solo estaba inconsciente. Le abrió los párpados y vio sus pupilas anormalmente pequeñas.
-¡Joder!
Cogió el teléfono y llamó a urgencias pidiendo una ambulancia, sin soltar la mano de su hermano. En cuanto colgó se puso de rodillas a su lado, al borde de las lágrimas. Lágrimas de rabia... lágrimas de impotencia.
Echó un vistazo a su al rededor y cogió alguno de los papeles que estaba tirados en el suelo. En todos había dibujos que no era capaz de describir, todos ellos con tinta negra. En uno de ellos, el que estaba más cerca, su hermano había escrito algo entre manchas de tinta que bordeaban los márgenes de la hoja.

Día uno. No se porqué estoy escribiendo. Quizás confíe en que me ayude a pensar en otra cosa, pero no lo consigo. Tan solo es el primer día y creo que voy a morirme. No se cómo conseguí tirar todo lo que tenía escondido y que Leah no me había tirado antes. Espero que eso me de algo más de tiempo, aunque ya estoy desesperado. No he dormido en toda la noche y dibujar no ha conseguido quitármela de la cabeza... La Dama Blanca no desaparece ante mis ojos, siempre seduciéndome, prometiéndome que va a acabar con todos mis problemas, que me va a ayudar a olvidar, que con ella no volveré a llorar nunca más...
Tuve que salir temprano para que Leah creyera que estaba en clase. Me quedé tirado en una esquina como un perro. No tenía fuerzas para arrastrarme a otro lado... Odio mentirla, pero no puedo ir a clase así. No puedo ni dar dos pasos... Me cuesta sostener este bolígrafo. No dejo de palparme el cuerpo porque de verdad creo que me estoy resquebrajando. Los analgésicos no me hacen nada.... Esto no es vida, quiero morirme.
Día dos. Hoy apenas he conseguido salir de casa para esconderme de Leah. He vomitado lo que ni siquiera he comido y siento que ella me está comiendo por dentro.
A duras penas he conseguido volver a la oscuridad de mi cuarto. No puedo más. No puedo dibujar, no puedo beber, no puedo comer... no puedo seguir con este retiro. Siento que me están apaleando.
Día dos... es todo lo que he podido resistir. Me siento miserable. Quiero a Leah, quiero hacerlo por ella... pero La Dama Blanca es más insistente y nunca se separa de mi lado.
[...]
Dos días...


La hoja se le resbaló de los dedos y voló hacia el suelo. Las últimas líneas apenas eran legibles y ya no alcanzaba a descifrar los garabatos de su hermano entre la cortina de lágrimas que ahora tapaba sus pupilas. En ese momento entraban en el cuarto varias personas y rompían el abrazo de Leah con su hermano llevándoselo escaleras abajo. Una mujer joven se había inclinado junto a ella pero apenas estaba escuchando lo que decía...
El sonido de la ambulancia se alejó por la calle cuando Leah consiguió levantarse con la ayuda de esa desconocida.

lunes, 4 de octubre de 2010

Abstraída

Miau permanecía sentada en el extremo del viejo muelle. Podía pasar horas enteras allí, inmóvil, observando el movimiento del mar y la blanca espuma de las olas. Respirar profundamente ese aire de olor a sal sosegaba su alma y le hacía pensar que era capaz de todo. A pesar del movimiento constante de las olas, la calma de aquél lugar lo hacía el sitio idóneo para ordenar sus pensamientos. Aunque más que pensar con coherencia, razonando, lo que más le gustaba hacer era soñar despierta, reflexionar, divagar,  inventar historias trágicas de final feliz. Le gustaban los finales felices. Le dejaban buen sabor de boca.
Había quien decía que Miau era una chica extravagante, que la curiosidad y perspicacia de sus ojos negro azabache no era normal. Es posible, tampoco ella era una chica normal, ni había tenido una infancia normal. Nunca conoció a su padre, aunque todo el pueblo decía que ella era su viva imagen. A Miau le gustaba mirarse en el espejo e imaginar que su padre le devolvía la mirada desde el reflejo, sonriendo. Le hacía sentirse un poco más llena por dentro.
Su madre padecía amnesia global y estaba interna en un centro psiquiátrico de la ciudad. Miau nunca supo que pensar respecto a este tema, los médicos dijeron que podría haber sido inducida por el consumo de ciertas drogas, cosa que Miau no quería ni pensar, por no traicionar los inocentes recuerdos que aún conservaba de su madre. Aún así, todavía había días en los que cogía el autobús hasta la ciudad para hacerle breves visitas, pero el dolor que le producía ver a su madre en aquel estado se le hacía insoportable, por lo que éstas eran poco frecuentes.
Por todo esto Miau vivía desde hacía muchos años con Edna, una anciana de ese pequeño pueblo pesquero que no tenía hijos y se encontraba muy sola. Así ellas dos convivían tranquilamente, haciéndose mutua compañía y calentándose juntas al calor del fuego durante el invierno.
Miau se sentía en deuda con la gente de Zain, por cómo la habían acogido todos cuando de niña ingresaron a su madre y se quedó sola, por cómo habían evitado que los servicios sociales la llevaran a un orfanato en la ciudad. Por cómo se habían brindado siempre a ayudarla. Ella intentaba demostrarles su agradecimiento a diario, haciendo pequeños favores, encargos, dando consejos, escuchando sus problemas o simplemente, haciendo compañía. Para ella no suponía ningún esfuerzo hacer todas estas cosas, ya que le encantaba la gente, el ser humano en general. Le resultaba curioso. Su manera de actuar, siempre motivado por los sentimientos y las emociones, siempre tan imprevisible... Si, le encantaba conocer a otras personas, hablar con ellas y conocer su forma de pensar. Disfrutaba compartiendo su tiempo, escuchando razonamientos ajenos, se aprendía tanto de ellos...
Los más ancianos del pueblo le habían puesto el que ahora era su nombre, "Miau", ya que su verdadero nombre, el que le puso su madre al nacer, era Tamara. El cambio era debido a su parecido con el felino, por  ese brillo agudo en los ojos y por las siete vidas que se dice que tienen, ya que Miau había resistido a los duros golpes que la vida le había dado sin perder su alegría y su fuerza de espíritu. 
Y allí estaba, abstraída en sus pensamientos y absorbiendo la fuerza del mar. Así era ella.

domingo, 3 de octubre de 2010

Llegada

Alex tenía que pasar otro verano en ese pobre y nada animado pueblo pesquero, qué poco le gustaba aquel sitio... Zain... hasta el nombre le resultaba repulsivo, un feo, pobre monosílabo que representaba fielmente el espíritu del pueblo: poco y pobre.
"Dichoso pueblo" maldijo en un susurro mientras cargaba su maleta en el coche.
-Ya verás cómo ha cambiado el pueblo, no lo vas a reconocer- intentó animarlo su padre.
-¿Ha dejado de llamarse Zain?- preguntó Alex, sarcástico
-No- respondió sorprendido el padre ante la pregunta
-Si sigue llamándose con ese triste nombre todo seguirá igual de triste que antes- respondió enfadado
-No, ya verás... Ha crecido mucho, habrá gente nueva y es posible que vengan chicos de tu edad- suspiró pacientemente su padre.
-Genial...- masculló irónico Alex mientras entraba en el coche.
No volvió a hablar en todo el trayecto. Se limitó a ver pasar los campos a través de la ventanilla con la nostalgia del que viaja porque no tiene más remedio, resignándose, dejando sus sueños en la estación.
Tras varias horas de breves siestas, cuando su cuello se empezaba a quejar de la posición incómoda adoptada durante el viaje, llegaron a su destino: una pequeña casa a las afueras de Zain que había pertenecido a su abuelo y antes de él al abuelo de su abuelo y al abuelo del abuelo de su abuelo, y así durante decenas de generaciones.
La casa en sí no tenía ningún valor, exceptuando el sentimental, ya que era pequeña y estaba demasiado lejos de todo; de la ciudad, de la carretera, del mar... Tenía muy malas comunicaciones y por ello nunca había sido reconstruida ni reformada, manteniéndose en pie por algún misterio de la naturaleza. Era una casa que se mantenía de espaldas a la modernidad, y Alex era un chico moderno, por eso la odiaba tanto.
-Qué habitación más enana- protesto Alex mientras colocaba su maleta sobre la cama
-Anda, anda, no seas tan pesimista- le reprendió su madre apareciendo por la puerta
Alex suspiró como única respuesta y se dejó caer en un viejo sofá, levantando una nube de polvo a su alrededor.
-Creo que vas a tener que limpiar a fondo y lavar las fundas si pretendes utilizar el sofá- le dijo su madre desapareciendo por el pasillo.
Alex resopló resignado como única respuesta. Cogió el móvil, sin apenas cobertura, aunque  poco importaba, ya que seguramente no tendría ni llamadas ni mensajes, nunca tenía. Realmente no sabía por qué tenía móvil, ya que su única verdadera función era mostrar la hora, y quizá, muy de cuando en cuando, algún aviso de sus padres.
El golpeteo de una piedra contra la ventana le sacó de su ensimismamiento. Se acercó cuidadosamente al cristal, sin saber muy bien qué pensar. Una chica sonriente le saludaba desde la calle.
-¿Quién eres? ¿Qué quieres?- preguntó Alex algo nervioso
-Soy Naira, aunque poca gente me llama así... Sólo quiero conocerte, porque no eres de aquí, verdad?-contestó la chica
- Éste es mi pueblo...- respondió Alex receloso
-Bueno, seguro que todavía hay lugares por aquí que no conoces, baja y te los enseño- sonrió la chica
Alex se quedo mirándola sorprendido- Pero... ¿cómo has llegado hasta aquí? ¿Por qué quieres conocerme?-.
Naira sonrió de nuevo - Anda, deja de hacer preguntas y ven, ya te irás enterando... por ahora vamos a conocer el resto del pueblo, porque esto está algo apartado, no crees?-
-Y que lo digas- suspiró Alex.
-Venga, pues decidido, bájate y te presento al resto- sonrió decidida la chica.
Alex no salía de su asombro, pero casi sin darse cuenta se descubrió bajando las escaleras a toda velocidad, mascullando alguna despedida a sus boquiabiertos padres. Mientras salía por la puerta sólo pudo oír un "pásatelo bien y vuelve pronto!" de su madre, tras lo cual el portazo lo sumió todo en silencio.
Se quedó mirando a la chica que tenía en frente, de pelo oscuro, labios finos, nariz respingona y pómulos marcados. Le pareció una muchacha curiosa, valiente y despreocupada. Vio sinceridad en sus ojos grises, vio alegría en la posición en la que su cuerpo le miraba, pero sobretodo vio su verano un poco menos aburrido, un poco más interesante.
"Al fin y al cabo, algo de bueno tenía que tener MI pueblo" pensó Alex distraídamente, hablando de Zain con ese sentido de propiedad con el que solo hablan los que se sienten orgullosos.
-Vamos- dijo Naira haciendo un gesto con la cabeza.

Bajo la serenidad de las montañas

Shana estaba subida en la gruesa rama de aquel árbol que tanto le gustaba. Movía las piernas alternativamente, balanceándolas en el aire, y su mirada se perdía entre el océano de hojas que se extendía frente a ella, donde el sol comenzaba a ponerse. Escuchó que su madre la llamaba a lo lejos. Se agarró y bajó por el grueso tronco hasta que sus pequeños pies tocaron el suelo. Echó a correr sendero abajo.

Shana tenía nueve años. Sus ojos eran de un marrón demasiado claro y de un tamaño demasiado grandes para su carita redondeada. Llevaba el pelo cortado en mechones irregulares por encima de los hombros y la ropa siempre manchada de tierra.
Vivía con su madre y su hermana mayor, Sarah, de dieciséis años, en aquella granja alejada del resto de poblaciones. Estaba situada en un pequeño claro rodeado de árboles al pie de las montañas. A lo alto, podía verse el antiguo monasterio que tocaba en ese momento, como todas las mañana, las campanas, y a kilómetros de distancia... el mar. A Shana no le gustaba nada el mar, de hecho, le daba miedo. Se pasaba los días corriendo entre las hierbas, subida a los árboles o en lo alto de alguna roca, pero sentir que perdía todo contacto con la tierra la aterraba. Tan solo recordaba algunos viajes hacia la costa de Zain, de donde era su padre. Las pequeñas ciudades abarrotadas con coches ruidosos y con aquel aire tan poco limpio la agobiaban. Por suerte, su padre permanecía la mayor parte del tiempo en aquella ciudad tan alejada de ellas y Shana ya no se veía obligada a viajar en uno de esos odiosos coches hasta aquel lugar que tanto odiaba. Además, lo recordaba cono una tierra donde todo estaba muerto, donde los edificios fríos se alzaban sobre suelo muerto y donde la playa, aquel desierto sin vida, era roído por grandes olas que podrían arrastrarla mar adentro antes de que nadie pudiera ayudarla.

Era cierto que eran muy pocas para mantener una granja, pero la suya apenas contaba con más de diez ovejas, una vaca y unas cuantas gallinas. Además, tenían a su perro, Althair, un joven border collide que las ayudaba como si fuera uno más.

Y su padre... hacía tiempo que se había ido, y Shana se alegraba de ello. Cuando estaban solas eran más felices y ella no tenía que esconderse ni escuchar los gritos ni las amenazas de su padre. Tan solo esperaba que no volviera jamás. Solo así su madre recuperaría del todo su sonrisa y la sombra del miedo se borraría de los ojos de ella y de su hermana.
Su madre era una mujer alegre, o al menos, lo era cuando su marido no estaba en casa. La que más se parecía a ella era Sarah. Ambas con ese pelo rizado y los ojos verdes.
Sarah era una joven seria y callada que se enfrascaba en las tareas de la granja desde la salida del sol hasta que se volvía a ocultar, intentando ahorrarle todo el trabajo que pudiera a su madre. Las hermanas se llevaban bien, pues aunque Sarah no tenía tiempo para aquellas expediciones que hacía su hermana pequeña, tenía que reconocer que Shana era muy lista y que siempre sabía donde tenía que estar y cómo actuar. Cuando la miraba con aquellos enormes ojos claros pensaba que aquella chiquilla tenía casi tantos años como ella.

Shana terminó por fin de recorrer la ladera y llegó hasta la casa, donde la esperaba su madre.
-¿Dónde estabas? Se está haciendo tarde. Ve a buscar a Althair y recoged a las ovejas antes de que el sol se oculte del todo. Tu hermana y yo estamos terminando de preparar la cena. ¡Date prisa!
Shana volvió a correr colina arriba, esta vez en dirección opuesta, hacia donde las ovejas pastaban despreocupadas. Althair se levantó al verla y tras oír su silbido comenzó a agrupar a los animales y hostigarlos de vuelta al recinto.

Así, un día más, caminaba sobre la fresca hierba en aquel paraje que parecía olvidado del ajetreado mundo. Donde ella y su familia conseguían pasar un día más bajo la serenidad de las montañas.